Se vende "calidad"
Se
vende “calidad”.
Marcos Santos Gómez
Sucede que tanto entre
los políticos como entre muchos intelectuales se venden discursos. De hecho, se
vive de ello. Basta con sondear las corrientes ideológicas que pululan,
corrientes que dibujan la imagen del prestigio, una imagen positiva en relación
con lo que la historia ha ido condensando en torno a lo bueno, para en seguida
sintonizar con ello y erigirse en portador de tales ideas. Es una operación muy
antigua, la de ciertos sofistas y demagogos de la Atenas clásica, que, en un
mundo en que los políticos y muchos intelectuales no manifiestan su interés
originario por abismarse en la verdad y sí por la retórica más seductora, ya
que ésta sirve mejor para adquirir los sosegadores beneficios de la trama
social, aplican una forma de escepticismo banalizado a intereses ajenos a la
sinceridad del propio escepticismo. Es como si se decidiera, casi siempre de
manera inconsciente, no atisbar el origen de las propias ideas que emplean y
desplazarse por una suerte de tejido que otorga beneficios al coste de cegar
para lo esencial. Los beneficios de una metafísica teatral en la que, sordos a la
música desconcertante del cosmos, se ha trivializado la búsqueda y elegido una
verdad a medida del hombre que no busca. Pero en este proceso la “idea” ha
perdido todo su sentido. Por eso, no venden, realmente, ideas, sino
caricaturas. Conmueven y arrastran ajenos a lo que de verdad conmueve y
arrastra.
Desde este
posicionamiento “basamental” de imperdonable superficialidad, se puede hablar,
por ejemplo, de lo humano habiendo perdido la más auténtica cualidad de lo
humano, la de la búsqueda cabal y sincera. De modo semejante, en la universidad
se nos habla de “calidad” entendiendo por ésta el buen hacer y la mejor
producción de ciencia en la universidad. Pero se parten de falsas ideas de
ciencia y producción, así como de calidad, ya que las empleadas por estos
vendedores de discursos prestigiosos son, en realidad, despojos de las ideas
iniciales y se enarbolan desprovistas de su origen. En el fondo, se trata de un
inmenso proceso de banalización obrado por el mayor de los agentes
banalizadores de nuestro tiempo: el capitalismo. El capitalismo vive de la
conversión de todo lo auténtico en una suerte de mascarada, de caricatura, que
consiste en reducir la realidad a un precio, su inconmensurable valor intrínseco
a lo calculable, a aquello que la sitúa en la trama de un mercado. Para ello,
insisto, es preciso sacrificar la profundidad que podemos considerar la “verdad”
de estas ideas. Lo que resulta arrancado a la ciencia, a la idea de producción
e incluso a la “calidad” es, precisamente, su verdad.
Es decir, la ciencia
apunta más lejos que ella misma y requiere de una seriedad que conduce muy
lejos, más allá de los propios intereses. La búsqueda de respuestas impone una
cierta dinámica fatal e irreversible. Uno puede investigar utilizando y
necesitando de la institución y, además, utilizar la ciencia para adquirir
prestigio y un buen puesto en la trama social, pero aquello que le sirve,
además, le quema en las manos y hasta puede constituirse en espada de doble
filo. Esto, porque se está tratando con algo que va más allá de su función
social, con algo que resulta incluso una búsqueda suicida y que posee una hybris propia, una inercia que conduce
al vértigo de más hondos abismos que la canalización de espurios intereses
sociales. Llevados de esa infatigable demencia del plus ultra que se aventura mucho más allá de lo previsto y
esperado, que abre abismos, que ácidamente puede descomponer el punto de
partida, los científicos, los verdaderos científicos que continúan esta senda han
desafiado en la historia al orden, en una búsqueda infatigable del orden que
nunca llega siquiera a vislumbrarse y que es, más que cosa cierta, anhelo. La
ciencia, la buena ciencia, introduce vértigos y sospechas en la realidad. Casi
nos estalla en la cara, como con toda claridad se comprueba que hoy sucede con
las casi inconcebibles, inverosímiles y pasmosas conjeturas de la Física.
Así, el trabajo del
científico, que nuestra actual tendencia en la universidad ha querido convertir
en burocracia, es todo lo contrario, pues requiere de un afán de penetración en
el misterio mucho mayor que su reducción a objetivos cuantificables,
evaluaciones e incentivos. No puede ser medido con los términos nacidos del
intercambio mercantil, pues por mucho que se vincule al mercado y sus reglas,
acaba trascendiéndolas y haciendo peligrar toda trama, como la del mercado. Lo
que quiero decir es que la ciencia, en su origen, en su profundidad, parte de
la misma conmoción de que parte la filosofía e incluso la religión, aunque
escoja una cierta pobreza de medios que implica una mirada menos pretenciosa. Pero
el científico que no pierde la orientación, que sabe dónde se sitúa, los
gigantes que han definido este modo de existencia y esta irónica pesquisa que
denominamos “ciencia”, jamás deja de escuchar, temer, presentir, los abismos
que lo han parido a él mismo y que irrumpen irreprimibles en el mundo. La
ciencia requiere una nostalgia de absoluto que su propio método no hace sino
aumentar, cuando el científico escucha lo que tiene que escuchar y obra como
debe obrar, sin imposiciones. Sólo así, de manera irónica, se puede servir a
los amos de este mundo, sólo así se inventa y se fomenta el lucro. En cambio,
si se busca el invento desde un principio, también de manera irónica, pues nuestra
trágica realidad está llena de comedia, no se encuentra nada, es decir, no se
inventa nada. Para probarlo, o mostrarlo, baste espiar la historia de la misma
ciencia y constatar cómo los gigantes que la han canonizado han sido agentes,
víctimas y hacedores de tales ironías, cómo primero ha sido un dolor, un pathos, y después ha llegado todo lo
demás, desde Galileo a Newton y no digamos Einstein.
El hombre es social.
Por esto mismo, su vida requiere de marcos sociales que le permitan emprender
aventuras como la ciencia. En nuestro caso, la universidad ha cumplido esta
misión desde hace mil años. Y ha sido porque, cuando sólo “producía” teología y
cuando, después, sobre todo ha hecho ciencia, los buscadores han necesitado de
esta institución. Ha aportado la gruta del ermitaño que requiere este “oficio”,
una suerte de lugar apartado, ora celda, ora torre de marfil, que permite el
ejercicio libre de la desafiante mirada de quien busca desinteresadamente. Este
desinterés que bebe de un único interés, el de la cosa en sí, el del saber por
el saber y el del conocimiento puro. Es, si hablamos en términos capitalistas
de incentivos y de producción, el incentivo único y necesario que precisa la
producción de un saber cuyas migajas son las que puede aprovechar el mercado,
cuya opulencia presupone una escandalosa miseria. En este sentido, también hay
que replantearse el concepto de calidad. ¿Es “calidad” esta suerte de
producción que genera la gasolina que consume nuestro mundo capitalista para
moverse? ¿O es “calidad” la tenacidad en la búsqueda y el amor por el misterio,
aún en su desamparada reducción a problema? ¿Qué pretendemos realmente de la
universidad?
El investigador no
trabaja por dinero. Es decir, le puede gustar el dinero, o necesitarlo, pero
vive en un desierto. En el fondo, lo que quiere es buscar sin condiciones,
porque le seduce la honda conmoción que causa lo real. A pesar de que pueda
actuar en una aparente búsqueda de beneficios “materiales”, su afán es indagar
como tarea en sí, es disfrutar la secreta melodía, es abandonar su rutina y
comodidades para, en una suerte de ascética fuga
mundi, emprender su conversación de espíritu a espíritu. Yo lo llamaría
“mística universitaria” o “religión de la universidad” que refleja tan
anacrónica como anticipatoriamente el humano anhelo de hallar el centro de lo
real en un proceso de inagotables sucesiones, de fracasos y de esperanza nunca
realizada. Y esta es la condición previa no ya a todo progreso, calidad, sino a
toda revolución. La verdadera calidad, la calidad universitaria, que no es la
calidad empresarial, es justamente la posibilidad de que se pueda realizar este
hondo proyecto humano en su seno. Implica que el tiempo no se pierda llenándolo
de una ciencia sin raíces, sino que el tiempo se gane al perderlo en el sentido
más mercantilista, porque las cosas hay que pensarlas mucho, hay que
embriagarse de ellas, hay que dilatar el ocio, hay que dejar todo trabajo, y
abismarse. Hay que producir no tanto cosas, sino realidad, en un invisible
incremento de la misma. En esto consiste el intenso realismo de la utopía
universitaria, precisamente.
Por el contrario, la parodia
de esta utopía regida por la compra-venta no produce verdadero bien social y,
mucho menos, revolución, cuando el terrible y aciago mundo del dinero nos
asfixia y merma, nos mutila y reduce. Si hay que mejorar, es preciso, de modo
paradójico, apartarse de todo el ajetreo que nos consume y regirse por el
interés originario que durante mil años ha regido a la universidad. Tenemos a
quienes han marcado este camino, y, por tanto, es preciso que ahora, más que
nunca, les seamos fieles. Se precisa una fidelidad a la universidad en el
tiempo en que ésta, como ideal y proyecto, peligra. Una fidelidad desinteresada
y acaso peligrosa que no es sino fidelidad a los gigantes que nos conducen
sobre sus hombros, surcando fatigosamente la ciénaga pero borrachos ante la
bella desmesura del universo, los gigantes que nunca seremos pero que son la
única luz titilante en la inmensa penumbra de la historia.